Lydia Cacho, periodista torturada por investigar la trata de personas
Hace un mes y una semana que la periodista mexicana Lydia Cacho debió dejar su casa en Cancún -esa que la mantiene cerca del mar, que es su lugar de energía- por amenazas de muerte. «Si sigue investigando, la mandamos en pedacitos a su familia», le dijeron.
No era la primera vez que las recibía. Con la publicación de su primer libro periodístico, ‘Los demonios del edén’, no solo fue foco de amenazas de muerte: sufrió una detención arbitraria por la Policía, que la llevó a afrontar las peores horas de su vida. Pero esta vez el tono de las amenazas era más serio que nunca. Lydia tomó un vuelo hacia Europa. Esta semana, está en Colombia, rodeada de seguridad y con la decisión de seguir hablando del tema que es el eje de su trabajo: la violencia contra la mujer.
Sus investigaciones, concentradas especialmente en el libro
‘Esclavas del poder’, se han convertido en un verdadero mapa de la trata sexual de mujeres y niñas en el mundo. Un trabajo por el que Cacho, de 49 años, ha recibido varios premios internacionales de organismos como la Unesco y Amnistía Internacional, y también muchos problemas.
El germen
Lydia Cacho Ribeiro es el nombre completo de esta mujer delgada, de no más de 1,65 de estatura, pero con una valentía que pesa toneladas. Basta mirar un poco hacia atrás para saber de dónde viene todo. Su voluntad para recorrer las zonas más peligrosas del mundo, sola, en aras de su investigación, su decisión de enfrentarse a las mafias de su país, su obsesión por el tema del género. Todo tiene un origen: su madre, Paulette Ribeiro, hija de un portugués y una francesa que llegaron a México huyendo de la guerra.
Paulette, francesa de nacimiento, hizo su vida en México. Se casó con un ingeniero llamado Óscar Cacho y tuvieron seis hijos. Entre ellos, Lydia. «Tuve una niñez muy interesante -dice la periodista-. Dentro de casa vivimos la igualdad, la libertad, el debate. Cuando le decía algo a mi madre, ella me respondía: ‘A ver, ¿por qué? Argumente’. Y era un contraste, porque salías a la calle y te encontrabas con un país machista y misógino. En casa desarrollé mi rebeldía».
Era una familia de clase media baja. Lydia iba a un colegio que quedaba a una cuadra de su casa, dirigido por españoles que llegaron huyendo de la guerra civil. En el Colegio Madrid, le enseñaron a hablarles de tú a tú a todos y le inculcaron la importancia de defender las ideas. «Te puedo afirmar: yo escribo gracias a ese colegio», dice Lydia.
Lo primero que quiso fue ser poeta. Escribió un libro de versos que hoy define como malísimo. Lo segundo fue novelista. Entró a estudiar Literatura en la Unam, pero el ambiente le pareció muy «pretencioso» y se retiró. Se lanzó a escribir una primera novela, ‘Muérdele el corazón’, que salió al mercado y no tuvo mayor éxito. En ella, ya trataba el tema que la desvelaba: la violencia contra la mujer.
-¿Por qué ese tema desde el inicio de su obra?
-He sido feminista y activista desde niña, cuando iba con mi madre a los trabajos que ella hacía en los barrios. Ella repartía anticonceptivos, les hablaba a las mujeres de sus derechos sexuales y reproductivos, mientras a nosotros nos dejaba jugando con los niños. Era muy duro ver esa pobreza. Era brutal volver a casa y confrontar esas realidades tan diferentes. Esa desigualdad que a esa edad tú no comprendes. Solo ves que todo es una mierda y que una niña igualita a ti no puede tener ni tres comidas al día».
Desde el comienzo, sus crónicas estuvieron impregnadas de ese espíritu. Lydia se volvió experta en violencia de género y pronto llegó a su tema central: la pornografía infantil, la explotación sexual de niñas y adolescentes.
Un colega la animó a unirse a una investigación sobre una red de pornografía que involucraba a hoteleros, políticos y empresarios de Cancún. Lydia se tomó muy en serio el caso y cuando le llegó al periodista con toda la información, con nombres propios de los responsables de pederastia, el colega se salió del proyecto. «Me dijo: ‘Buena suerte. Estás loca, hazlo sola’ «, dice Lydia. Siguió adelante. El libro se llamó ‘Los demonios del edén’ y causó revuelo en su país, además de llevarla -en condiciones irregulares- detenida por «difamación». El caso se falló a su favor, pero el daño sobre ella estaba hecho. Su trabajo no se detuvo.
«Cuando te metes a investigar y denunciar un tema, o lo haces completo y como toca, o mejor te retiras y te pones a vender autos -afirma-. El periodismo implica comprometerse. Todo periodismo ético es necesariamente comprometido». Incluso en su mismo gremio, ha vivido la discriminación: «A ti te dicen que un hombre periodista que se arriesga es valiente. En cambio, una mujer periodista que se arriesga es una loca. ¿Eso cómo es? ¿Con qué se come? A mí me preguntan: ‘¿Pero cómo una mujer como tú anda haciendo eso por el mundo?’. ¿Qué quieren decir con una mujer ‘como yo’? Claro, la gente no se atreve a decirte que mejor podrías estar concinándole a tu marido».
Cacho insiste en que seguimos reproduciendo un contexto machista. «Yo no soy víctima profesional de nadie, pero la cultura que nos rodea persiste en repetir esos cánones».
La trata
Lydia Cacho viajó por el mundo cinco años para escribir ‘Esclavas del poder’, un libro que hace un panorama del mercado sexual de niñas y adolescentes. En algunos lugares, llegó como Lydia Cacho; en otros, tuvo que disfrazar su identidad como una monja anónima o una prostituta. Tocó límites peligrosos, pero demostró el poder que tiene este negocio. Es el más rentable, después del narcotráfico y la venta de armas. Cada año, según un dato de su libro, 1,39 millones de personas son vendidas en el mundo.
«Muchos narcotraficantes, sobre todo de nivel medio, se están vinculando a la trata de mujeres porque están viendo el buen negocio que es. Suelen estar protegidos por militares, políticos, empresarios, a veces directamente; otras, indirectamente -explica-. Cuando empecé la investigación del primer libro, me impresionó la cantidad de gente que sabía de las actividades de esos pederastas y nadie denunciaba nada. ‘Bueno, quién sabe qué tipo de niñas eran’, decían. Mucha gente es cómplice con el lenguaje que usa».
-Según lo investigado por usted, ¿por qué buscan a mujeres cada vez más jóvenes?
-Por diferentes razones. En países africanos, las buscan porque las vírgenes no tienen sida. Además, hay esa noción rarísima, en lugares como Uganda y Nigeria, de que un hombre que tiene el VIH se va curar al tener sexo con una virgen. En América Latina, porque son ‘más obedientes’.
El machismo, sin embargo, no tiene sexo. Y eso lo ha confirmado Cacho, que vio a muchas mujeres involucradas en el negocio de la trata. «La única diferencia es que las mujeres vinculadas no están en el nivel alto de poder, sino intermedio. Sí hay jefas, madames. Pero los líderes son los hombres».
Según la periodista, hoy las mafias rusas dominan el mercado de la pornografía, que antes manejaban Suecia y Estados Unidos.
«Son los nuevos amos: Rusia y Europa del este. Ellos supieron meterse directamente en el tráfico de mujeres. Las venden por Internet como si fueran un auto».
-¿Y América Latina?
-Por desgracia, no está adecuadamente documentado. Las autoridades, por ejemplo colombianas, no han querido entrar en ese fenómeno. Es clarísimo que fueron los grandes carteles de la droga los que abrieron el mercado de la hipersexualización de las chicas, con todo ese tema de ‘Sin tetas no hay paraíso’, de que todas quisieran estar con un capo, inspirar novelas y fomentar esa noción cultural. El Estado colombiano incurrió en una falla monumental de derechos humanos contra las mujeres colombianas al no preocuparse por esta situación.
Lo que Cacho muestra en su libro es un realidad cruel que solo puede cambiar a largo plazo y si se mueven ingredientes estructurales de la sociedad: «Ahora se están haciendo leyes, pero se necesita una transformación de los patrones culturales sobre el sexismo. Los valores de la masculinidad están bien jodidos. A los hombres los crían diciéndoles que son su pene y que su pene son ellos. Es una deformación de su sexualidad, su erotismo, su relación con las mujeres. Se necesitan políticas de seguridad humana, es decir, menos pobreza, educación, salud, medios de trabajo, no solo de policías».
-Usted pasó por un momento difícil que, sin embargo, no la hizo abandonar el tema.
-Sufrí una violación, pero lo importante es que me quedó claro que la culpa no fue mía. El único culpable fue el violador, que tenía muchas motivaciones, entre ellas, que alguien le pagó. Yo tuve el privilegio de contar con mi madre, que era psicóloga. Aún sigo en terapia, hago yoga a diario. Es parte de mi tarea personal para cuidarme. Quisieron darme «una lección» y tratar de aniquilarme emocional y moralmente. Pero la lección es que la violación no acaba con tu vida. Es traumática, dolorosa, requiere un proceso de sanación. Pero no es el fin de tu vida. No les voy a dar justo lo que ellos querían.
María Paulina Ortiz
Redacción EL TIEMPO
Tomado del periódico colombiano El Tiempo: http://www.eltiempo.com/cultura/libros/necesitamos-cambiar-esta-cultura-sexista_12214961-4