De la guerrilla al amor por los perros

 

Ana* tiene 20 años y el pelo liso y negro. Le llega hasta la cintura. Su voz tiene un tono suave, como el de una niña. Ella nació en la guerrilla: su mamá y su papá hacían parte de las Farc. Cuando su mamá tenía 15 años quedó embarazada y, apenas la tuvo, su padre la entregó en una vereda de Barbacoa, un municipio del centro de Nariño, a una señora que a cambio de dinero la cuidaba. Con ella estuvo hasta los 11 años hasta que su papá fue por ella y decidió llevársela a combatir.

Esta pequeña llegó a la guerrilla a cargar bultos, a caminar largas distancias con la ropa húmeda y a dormir poco. A pesar de las duras circunstancias, hubo un momento de su vida en el que pensó que ese era el camino correcto. Ana no tuvo mamá, nunca la conoció. Su papá le dijo que ella la trataba muy mal y que trató de abortarla dos veces, así que por eso no valía la pena que la conociera. Lo único que sabe de ella es que la mataron en un combate, o al menos, eso fue lo que le dijeron.

Los años duros

En la guerrilla no se puede hablar duro, no se puede jugar, no se pueden tener grupos de amigos, no se puede tener pareja y, mucho menos, pensar en la posibilidad de enamorarse. “A veces uno se acostumbra a esa vida. Me metieron mucha ideología y me dejé llevar por ellos, pero hay que luchar contra esos pensamientos. Quería irme, aunque decía, tengo que quedarme acá”, recuerda Ana. Esa era la lucha interna de una niña que no tuvo niñez y que, aunque no quería seguir en esa vida, sus pensamientos la traicionaban.

Sin embargo, con esas contradicciones en su cabeza, que parecían más la clase de problemas con los que debe lidiar un adulto, Ana, a los 17 años, tomó la decisión y en cuanto tuvo la oportunidad se ‘voló’. Quería tener la libertad que nunca tuvo.

Estuvo durante un año a cargo del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) –institución que recibe a los menores de edad que entran al proceso de reintegración– y, cuando cumplió 18 años, entró al programa de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR).

Al principio no fue fácil. La soledad, los ruidos de los carros y de las motos, las luces de la ciudad y las voces, la desesperaban. Estaba acostumbrada a una vida metida en la selva, en donde los únicos sonidos que se escuchan son los de los pájaros y los bichos.

Otra familia

Su papá, aquel que la convenció de que su mamá la odiaba, también la maltrataba. Tanto así que hoy no lo nombra. Aunque a veces se le cruza en sus pensamientos, pero rápidamente lo hace a un lado, pues él sigue en la guerrilla o, como dice Ana, “en esa vida”. No quiere volver a tener contacto alguno con él. Para ella, su familia no es él, son sus compañeros y sus jefes.

Ana hace parte de un grupo de personas en proceso de reintegración a las que se les ha dado la oportunidad, en un parque del Quindío, de formarse en sectores como la ganadería, la porcicultura, especies menores, granja agrícola, equinos y mayordomía de fincas. Aunque decidió comenzar por la porcicultura, su amor por los perros la tiene preparándose para ser entrenadora. En ellos, además, encuentra amor, compañía y comprensión. Eso que tanto reclama después de tan dura vida que ha vivido.

“Estos perritos marcaron mi vida desde que llegué acá, son mis amigos, los considero como mis hijos. En los momentos tristes me hacen reír. Son mi vida. Ellos no me juzgan. Quiero agradecer también a mis compañeros de trabajo, a mis jefes y la gente de la ACR por estar en los momentos más difíciles; no es fácil superar esto”.

Foto Ana

Uniformada de jean, una camisa azul de manga corta y una gorra, Ana no puede dejar de sonreír. Su trabajo, los perros y su nueva vida la tienen así. Vio morir a muchos de sus compañeros –menores de edad al igual que ella– en medio de bombardeos y balas que iban y venían en medio de los ataques. Es por esto que se siente privilegiada y a veces hasta culpable. “Empezaba a reflexionar y me preguntaba: ‘¿Por qué a mí?, ¿por qué estoy acá en este proceso?’, si muchos de mis compañeros murieron y yo estoy acá con vida’. Es un regalo de Dios”.

Ana aprovecha este regalo y sueña con convertirse en veterinaria, pero también trabajar por que no haya más niños en la guerra y que ellos puedan tener las mismas oportunidades que ella ha recibido.

“A mí me gustaría que nunca hubiera más guerra ni más niños en la guerra; es una matanza entre colombianos y es muy triste saber que entre nosotros mismos nos estamos matando; la verdad para mí eso no es justo”, dice mientras consiente a uno de sus ‘hijos’, y mira con esperanza a ese futuro que la recibe con optimismo. Sabe, además, que su ejemplo es valioso, que si ella pudo volver a nacer, otros también podrán.

*Nombre cambiado por solicitud de la fuente.